"Junto a los ríos de Babilonia,
allí nos sentábamos,
y aún llorábamos,
acordándonos de Sion."
Salmo 137: 1
La dura caída del reino de Judá y del reino de Israel por parte de Babilonia durante el reinado de Nabucodonosor II, máxima autoridad del imperio mesopotámico, representó un terrible golpe a la sensible alma hebrea.
Posterior a un prolongado e inclemente asedio Jerusalén fue ocupada por los componentes militares babilónicos. Su imponente Primer Templo fue objeto de saqueos, violencia, destrucción. Todo ardía en llamas mientras se escuchaban las voces ahogadas del dolor de nobles y humildes judíos quienes siendo tratados como individuos para su exterminio derramaron su sangre, falleciendo en el que ya no sería más su hogar.
Una importante parte del sufrido pueblo de Jehová pasó a ser cautivo, y en su desolado destierro tuvo que afrontar el largo penoso recorrido de Judá hasta Babilonia. En esa nefasta experiencia ancianos, jóvenes, niños y mujeres con sus manos atadas afectados por maltratos además de carecer de suficiente agua y pan, arribaron a los espacios situados a las afueras o límites de esa ciudad en las áreas cercanas a los ríos.
La desterrada nación israelita fue víctima de burlas, humillaciones e ironías procedentes de sus ahora gobernantes propietarios: "Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantasémos, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sion. Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños?" (Salmo 137: 3 - 4).
Los edomitas o descendientes de Edom, hermano rival de Jacob, adversaban a Israel. Ellos traicionaron a los hebreos contribuyendo tanto a la ocupación de Babilonia como a la captura de nativos impidiendo que escaparan entregándolos a sus contrarios captores: "Oh Jehová, recuerda, contra los hijos de Edom el día de Jerusalén, cuando decían Arrasadla, arrasadla hasta los cimientos." (Salmo 137: 7).
No obstante, el sentir judío nos enseña a recordar desde lo más hondo del espíritu al Dios de todo consuelo, particularmente cuando derrotados estamos entregados a manos del enemigo sin saber qué hacer. El es nuestro único Restaurador, quien nos consuela en todas nuestras aflicciones calmándonos, liberándonos y devolviéndonos a nuestra propia tierra hacia un nuevo estado existencial de adoración religiosa del mismo modo que lo hizo con el liberado pueblo hebreo, años más tarde.
Duinka Leal